Francisco Rossi Buenaventura / IFARMA
Bogotá / 06 / 24 / 22 /.- De acuerdo con el informe de la Cuenta de Alto Costo, durante el 2021 murieron en Colombia 2.112 personas con diagnóstico de VIH. De ellas, al menos 654 fueron atribuidas al SIDA y sus diagnósticos asociados.
Puede parecer que no son tantos, pero eso no es fácil de decir a las personas que los esperaban y que los querían. Casi dos personas por día.
Lo lamentable, desde cualquier perspectiva de derechos humanos y desde cualquier mirada de salud pública, es que eran muertes evitables. Muertes que no debieron suceder.
Sabemos mucho sobre el VIH y sobre el SIDA. Lo suficiente para hacer el diagnóstico a tiempo, iniciar tratamiento con terapias eficaces y conseguir que todos los pacientes tengan una vida larga y tranquila. 654 no tuvieron esa suerte y muchos más no tienen una vida tranquila como consecuencia del estigma y la discriminación, que están lejos de haberse acabado.
Como sociedades y como sistema de salud, disponemos de los conocimientos para prevenir el VIH, sabemos dónde buscar los casos, disponemos de la tecnología para hacer el diagnóstico y de los medicamentos para un tratamiento eficaz. Tenemos un sistema de salud que dispone, de lejos, de los recursos humanos, técnicos y -sobre todo- financieros para evitar la infección, para diagnosticarla y para tratarla. Algo no cuadra.
Es que empezamos mal. No estamos haciendo diagnóstico. No suficiente, no a tiempo.
De acuerdo con el mismo informe, durante el 2021 se registraron 9.210 nuevos casos, menos que los 13.605 reportados en 2020. La disminución se atribuye a las limitaciones en el acceso a los servicios como consecuencia de la pandemia. Sin embargo, y de acuerdo con la misma fuente, se estima que alrededor de 45.000 personas podrían tener el virus y no saberlo. Estamos lejos de las metas a las que nos hemos comprometido con los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
La mayoría de los nuevos casos ocurrió en jóvenes entre los 25 y 29 años. Y gran parte en las poblaciones clave, los grupos en condición de vulnerabilidad, los grupos marginalizados. Las llamadas poblaciones clave, los hombres que tienen relaciones sexuales con otros hombres y en los consumidores de sustancias psicoactivas por vía diferente a la inyectada.
Desde hace varios años las organizaciones agrupadas en la Mesa Nacional de Organizaciones que trabajan en VIH, venimos insistiendo en la necesidad de modificar el enfoque basado en el aseguramiento con el que manejamos el VIH. Hemos sostenido en diferentes escenarios que los sistemas de salud orientados hacia la “cobertura universal”, esa propuesta que apunta a proteger a las personas y las familias del gasto catastrófico en salud, es incapaz de buscar, identificar y dar seguimiento a las personas más vulnerables, de mayor riesgo, de menores recursos.
La lógica de nuestro sistema de salud apunta a que cualquier persona que se acerque a un servicio de salud recibirá la asesoría necesaria, se le ofrecerán las pruebas de diagnóstico y recibirá el tratamiento más ajustado a sus condiciones, necesidades, y que la función de su asegurador es justamente alinear los recursos necesarios para cumplir esa promesa.
Eso en un mundo ideal en el que el ciudadano supere los trámites, las autorizaciones y disponga del tiempo y los recursos para completar los itinerarios de nuestro sistema de salud
Fuente: Situación del VIH – SIDA en Colombia 2021 / Cuenta de Alto Costo - Febrero 2022
El problema con el VIH -como con la hepatitis C o las enfermedades sexualmente transmitidas- es que no es racional esperar a los pacientes. Hay que buscarlos allí donde están, que no es en los consultorios médicos. Es en la calle, en los lugares de encuentro de los jóvenes, en los lugares de trabajo sexual, en las ollas.
Eso hacemos en las organizaciones de base comunitaria (OBC). Pero como en este sistema de salud la forma de garantizar la calidad se basa en la habilitación y en la acreditación, el trabajo de las OBC es invisible. Pero eso no sería problema, pues al final el origen de nuestro trabajo es la solidaridad. Lo grave es que los pacientes que intentamos canalizar hacia los servicios de salud, enfrentarán una larga lista de obstáculos y barreras que desembocan en las cifras que vemos.
Claro, en el régimen contributivo, para las personas con trabajo estable e ingresos regulares y con el derecho a permisos para hacer las filas, buscar las autorizaciones y recoger los medicamentos con la periodicidad necesaria, las cosas quizás funcionan bastante bien. Sobre todo, si cuentan con plan complementario o medicina prepagada.
De hecho y según la misma fuente, hay diferencias difíciles de aceptar, entre los regímenes contributivo y subsidiado, los regímenes especiales y las personas privadas de la libertad. Y curiosamente no hay casos en los planes voluntarios de salud. ¿Exclusiones?
Mucho más grave aún. El uso de los mismos esquemas de tratamiento produce resultados bien diferentes entre la población general y las personas privadas de la libertad (PPL). Se esperaría que tratándose literalmente de una población cautiva, los resultados fueran comparables e incluso mejores. Sin embargo, anota el informe de la Cuenta de Alto Costo, al que venimos haciendo referencia que:
“Los esquemas de tratamiento antirretroviral que reciben las PPL son similares al resto de la población, pero el control virológico observado según el esquema de tratamiento es menor. Por ejemplo, los dos esquemas más utilizados que son efavirenz, emtricitabina y tenofovir que logra el control virológico en el 78,61% de la población general, en la PPL solo alcanzó el 30,56%; y el esquema abacavir, efavirenz, lamivudina que logra el 83,45% en la población general, solo alcanzó el 19,75% en PPL”.
¿Será hora de llamar a las ciencias sociales para que nos expliquen porque cambia la farmacología en diferentes grupos de población?